Ricitos de Oro
Una mañana soleada, una niña llamada Ricitos de Oro, que, como su nombre lo indica, tenía una cabellera dorada y rizada, decidió que dar un paseo por el bosque era una excelente idea. Y no es que fuera la más sensata de las niñas. De hecho, tenía un terrible hábito de meterse donde no la llamaban. Ese día no sería la excepción.
Ricitos caminó y caminó hasta que, para su sorpresa (y la nuestra), se encontró con una casita en medio del bosque. Sin pensarlo dos veces, porque pensaba poco, decidió entrar. ¡Quién necesita invitación cuando se tiene tanto pelo dorado! La puerta estaba entreabierta, así que simplemente la empujó.
Dentro de la casa había una mesa, y sobre la mesa, tres tazones de avena. Ricitos, siempre curiosa y con una falta total de modales, decidió probar el contenido de los tazones. Primero, probó el tazón más grande. "¡Puaj!", exclamó. "Está demasiado caliente". Luego, probó el tazón mediano. "¡Brrr!", dijo. "Esto está frío". Finalmente, probó el tazón más pequeño. "¡Mmm!", murmuró con la boca llena. "Este está perfecto", y sin pensarlo dos veces, se lo comió todo.
Después de llenarse la barriga, Ricitos de Oro miró a su alrededor y vio tres sillas. "Qué conveniente", pensó. Se sentó en la primera, que era grande y robusta. "¡Ay!", gritó, "esta silla es demasiado dura". Así que se pasó a la segunda, que era mediana. "Esta es demasiado blanda", dijo con fastidio. Finalmente, se sentó en la silla más pequeña. "¡Ah, esta es perfecta!", exclamó. Pero claro, no era perfecta. Era pequeña y frágil, y con un crujido lamentable, la silla se rompió bajo su peso.
Ricitos de Oro, mostrando un total desprecio por la propiedad ajena, se levantó como si nada hubiera pasado y decidió que era hora de descansar. Subió las escaleras y se encontró con tres camas. La primera era grande, pero al tumbarse sobre ella, frunció el ceño. "Demasiado dura", murmuró. La segunda era un poco más pequeña, pero cuando se acostó, casi se hundió. "Demasiado blanda", se quejó. Finalmente, se deslizó en la cama más pequeña. "Ah, esta es perfecta", suspiró, y en cuestión de segundos, se quedó profundamente dormida.
Lo que Ricitos no sabía era que esta casita pertenecía a tres osos: Papá Oso, Mamá Osa y Bebé Oso. Ellos también habían salido a pasear, pero no mucho después de que Ricitos de Oro cayera en su siesta, regresaron a casa. Cuando entraron, Papá Oso olfateó el aire y gruñó. "¡Alguien ha estado probando mi avena!", dijo con voz profunda. Mamá Osa miró su tazón y añadió, "¡Y alguien ha probado la mía también!". Entonces Bebé Oso, con ojos bien abiertos, señaló su tazón vacío. "¡Alguien se ha comido toda mi avena!", dijo con tristeza.
Los tres osos se acercaron a la sala. Papá Oso miró su silla y gruñó de nuevo. "¡Alguien ha estado sentado en mi silla!", dijo, entrecerrando los ojos. Mamá Osa observó la suya y dijo, "¡Alguien ha estado sentado en la mía también!". Bebé Oso, mirando su silla rota, gimió: "¡Alguien ha roto mi silla en pedazos!".
Subieron las escaleras, y Papá Oso notó algo extraño en su cama. "¡Alguien ha estado en mi cama!", dijo, frunciendo el ceño. Mamá Osa, tocando las sábanas de su cama, comentó: "¡Alguien ha estado en la mía también!". Pero Bebé Oso, al ver a Ricitos de Oro durmiendo plácidamente en su cama, exclamó: "¡Y alguien está durmiendo en mi cama ahora mismo!".
En ese momento, Ricitos de Oro se despertó y, al ver a los tres osos mirándola con sorpresa y algo de irritación, soltó un grito. Sin pensarlo, saltó de la cama, corrió escaleras abajo y salió disparada por la puerta, desapareciendo entre los árboles del bosque. Los tres osos se miraron entre sí, aún algo atónitos por la intrusa, pero al final se encogieron de hombros. Después de todo, no era la primera vez que alguien se metía donde no debía, y probablemente no sería la última.
Ricitos de Oro, por su parte, aprendió una lección importante aquel día. Bueno, quizá no. Pero al menos no volvió a aquella casa nunca más.