Los Tres Cerditos

Había una vez tres cerditos que vivían juntos en una pequeña pero confortable cabaña con su madre. Eran cerditos jóvenes y soñadores, pero también un poco perezosos. Un día, la madre cerdita, cansada de verlos holgazanear, les dijo: "Es hora de que salgan al mundo y construyan sus propias casas. ¡Y recuerden, cuidado con el lobo!"

El primer cerdito, llamado Federico, no era particularmente inteligente, pero sí muy veloz. Decidió que construiría su casa con paja. "Es fácil de encontrar y no tendré que trabajar mucho", pensó, riendo con suficiencia. En un abrir y cerrar de ojos, había terminado su casa. "¡Hecho!", gritó, sintiéndose muy orgulloso de sí mismo.

El segundo cerdito, llamado Enrique, era un poco más astuto, pero no demasiado. "La madera es mejor que la paja", razonó, "y no me tomará tanto tiempo". Así que cortó unos cuantos troncos y construyó una casita de madera en un par de días. "Esto es más que suficiente", pensó satisfecho, mientras se recostaba en su silla para disfrutar del día.

El tercer cerdito, llamado Tomás, era mucho más reflexivo. Sabía que el lobo era astuto y peligroso, y no quería arriesgarse. Decidió construir su casa con ladrillos. "Esto me llevará tiempo", se dijo a sí mismo, "pero al menos estaré a salvo". Día tras día, Tomás trabajó incansablemente, colocando ladrillo tras ladrillo, mientras sus hermanos se burlaban de él desde sus cómodas y mal construidas casas.

Un día, como era de esperarse en estos cuentos, apareció el lobo. Era un lobo muy hambriento y tenía la intención de convertir a los tres cerditos en suculenta cena. Primero, se dirigió a la casa de paja. Con una sonrisa maliciosa, el lobo llamó a la puerta de Federico.

"Pequeño cerdito, pequeño cerdito, déjame entrar", dijo el lobo, fingiendo amabilidad. "¡Ni hablar!", gritó Federico desde adentro. "Entonces soplaré, y soplaré, y tu casa derribaré", rugió el lobo. Y así lo hizo. Con un solo soplido, la casa de paja voló por los aires, y Federico salió corriendo, gritando, directo a la casa de su hermano Enrique.

El lobo, encantado por lo fácil que había sido, se dirigió a la casa de madera. "Pequeños cerditos, pequeños cerditos, déjenme entrar", entonó el lobo con voz melosa. "¡Ni pensarlo!", replicaron Federico y Enrique al unísono. "Entonces soplaré, y soplaré, y su casa derribaré", gruñó el lobo. Y con un gran esfuerzo, el lobo sopló tan fuerte que la casa de madera se desplomó, dejando a los dos cerditos completamente expuestos.

Aterrado, Enrique corrió junto a su hermano hacia la casa de ladrillos de Tomás. "¡Déjanos entrar!", gritaron desesperados. Tomás abrió la puerta y los dejó pasar justo antes de que el lobo llegara.

El lobo, furioso, se paró frente a la casa de ladrillos. "Pequeños cerditos, pequeños cerditos, déjenme entrar", gritó, ya sin paciencia. "¡Ni en sueños!", respondieron los tres cerditos desde adentro. "Entonces soplaré, y soplaré, y su casa derribaré", amenazó el lobo, aunque en el fondo sabía que sería más difícil.

El lobo tomó aire, más aire que nunca antes en su vida, y sopló con todas sus fuerzas. Pero la casa de ladrillos ni siquiera se movió. El lobo, ahora enrojecido de tanto soplar, decidió que la sutileza no era lo suyo. "¡Ya sé lo que haré!", se dijo. "¡Bajaré por la chimenea y los atraparé desprevenidos!"

Sin perder tiempo, el lobo trepó al tejado y empezó a bajar por la chimenea. Lo que no sabía es que Tomás, siempre previsor, había colocado una gran olla con agua hirviendo justo debajo. Cuando el lobo bajó por la chimenea, cayó directo en el agua hirviendo. Con un grito de dolor, saltó de la olla y salió corriendo, chorreando agua y aullando como un loco, para nunca más volver.

Los tres cerditos, aliviados y felices, se abrazaron. Federico y Enrique miraron a Tomás con gratitud y aprendieron una valiosa lección: es mejor trabajar duro y hacer las cosas bien que buscar el camino fácil. Y desde ese día, vivieron juntos en la casa de ladrillos, seguros y sin volver a preocuparse por el lobo.